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Alexis Iparraguirre / El Rincón del Diablo - narrativa

La Hermandad y La Luna

 

Si bien la precocidad intelectual es frecuente y en algunos casos coincide en un mismo grupo humano, la madurez precoz es escasísima y, en ciertos pacientes, peligrosa.

MARGARET L. TYLER. Medical Review.

 

Dejad que los niños vengan a mí.

MC. 10,13

 

 

Sueño de Mario

El naipe sale en sueños. Unos dedos que no son de nadie (pero que yo sé que son de mi mamá) lo sacan de un mazo. Tiene escrito La Lune. Su imagen me espanta. Una luna de locos desparrama su luz como lágrimas. Dos perros voraces, enfrentados, aúllan toda la noche. Una ciudad en escombros se ve a lo lejos. Y las lágrimas lunares incendian los techos de los edificios más altos. Es el día del juicio. Pero mi mamá dice no, Mario. Ella saca otra carta, se lee en la base Le Jugement. Yo niego. El Juicio no será eso. Mamá dice a gritos: «¿Sabes por qué es, niño?». Mira al planeta que se incendia. Me explica: «Porque ustedes dejaron las puertas abiertas y se escaparon los perros». No sé por qué miro la Luna y reprocho a mi mamá: «¡La victoria final no será de la Madre de los Lunáticos, tonta!».

Amanece. Siempre amanece. A mis doce años significa hastío. Ya no aguanto el hospital. Ya no puedo fingir que no me doy cuenta de que me muero de leucemia. Y hablar, actuar, como un imbécil, cuando soy genial, un tipo más listo que el bobalicón de mi hermano o el retrasado de mi padre. Es apenas un alivio: hoy vendrán Tiago y Angélica. Ella convenció a su papá de que la traiga, con un capricho de esos que se tragan los mayores. Hablar por fin de un asunto distinto. No más prensa basura de papá, ni la manía por el orden de mamá: ¿está todo bien, Mario?, junta tus sandalias punta con punta cuando regreses del baño, estupideces. Pero, ¿vendrán realmente Angélica y Tiago? El cielo está cubierto por más nubes de tormenta. Ellos son los únicos de mi edad que me sacan de esto. Esta pesadilla de dedo que presiona en la base de la nuca y deja constancia, y dice tú eres, te vas a morir. La idea me da náuseas.

 

Diario de Angélica

3 de abril

Hay que poner las cosas en orden. Es la única forma de sobrevivir a esta locura. Es la única forma de evitar el dolor. Cuando voy por las calles hay un aura maléfica, como si un líquido denso y perverso ocupara el lugar del aire. Y pasa lo de Mario, muriéndose. Dan ganas de tirarse por la ventana, de no tener esta conciencia que se siente como un corsé de acero. Quiero llorar, salir corriendo, morirme yo también.

Y los días parecen de cartón; te apoyas en ellos y se quiebran. La cordura es un hilo. Yo escucho murmullos en los objetos, me pican como si fueran parte del cuerpo. Además, los animales hablan profecías que no puedo entender. No sé por qué soy capaz de ver portentos. Escucho a los gatos del barrio hablar de muertos; los perros se me abalanzan por las calles. Mamá tiene que salir con un palo cuando me lleva al hospital y golpearlos mientras me introduce al carro y me protege con su cuerpo.

 

Tiago, qué significa esto, me dicen Angélica y Mario, qué es, y yo no sé qué significa. Se siente en las calles como si pendiera una amenaza. No puedo decir nada, aparte de que no hay salida y Angélica y Mario lo saben. Más muertos por televisión: ahora el papá de un amigo. La Hermandad no tiene por qué sobrevivir a esta locura. No hay ninguna razón. Solo somos niños, aunque tengamos la cabeza de monstruos (por eso somos la Hermandad: para ocultarnos y que nuestras cabezas no espanten; además nos abrirían como a ratas; los mayores parten lo que no entienden). Igual, ¿de qué sirve? Nadie se percata de nada. Les parece normal vivir como estamos: con esta amenaza de tormenta de días y más días. ¿Han olvidado que aquí no llueve nunca? Y las nubes no sueltan ni gota. Es definitivo. Existe una desazón que contagia hasta a los más mínimos elementos y yo no entiendo, y también es posible que me esté volviendo loco. En todo caso, si Angélica y Mario preguntan, qué les digo. Lo mejor es que se dediquen a los pasatiempos de siempre (Mario gusta de estudios sobre linfas, Angélica de filosofía existencial, yo de historia medieval de esquizofrénicos). Y que esperen. Que vivamos como siempre, despreciando la mediocridad de los otros y a este mundo que hastía, que está en manos de imbéciles.

 

Diario de Angélica

7 de abril

Mario huele a muerto, pero no se lo he dicho. Ahora veo el futuro. Las cartas de su madre me sacan de quicio. ¿No puede dejar de tirarlas? Parece que mi destino pendiera de ellas. Pero es mi paranoia. De un mazo de cartas no cuelga nada. Menos el olor a vegetal, a pantano pudriéndose, que se mete por mi nariz y me irrita los ojos. ¿De dónde viene? Mario, Tiago y yo - la Hermandad -, jugamos casino sobre la cama de hospital. Miro a través de una ventana: la calle es un pozo oscuro. El aire se siente con dientes afilados y boca. Tiene dedos. Se abalanzan sobre mi hombro. «¿Ahí está?», pregunta Mario. Yo asiento. Las visiones del futuro me atraviesan. Basta moverse para palparlas y cortarse. Hay calles incendiadas y no se apagan. Hay una ciudad vegetal, luego otra de bestias. Se alza una luna blanca a la que aúllan los orates. Es un manicomio abierto. Son las calles de toda mi vida. Las caminan jaurías de locos. El excremento gobierna, el desperdicio. Se huele. Me tapo la cara porque no puedo aguantar.

«Yo también veo esa imagen», dice Mario, «pero en sueños». Indica con un dedo el Tarot que su madre echa una y otra vez. «Es el arcano de La Lune».

«Es raro», agrega, «cuando duermo leo la carta y no entiendo más que sin sentidos».

Tiago señala la televisión encendida. En la pantalla se suceden imágenes incoherentes. Veo interrupciones, tomas sin foco, columnas de humo. Una franja anuncia el boletín noticioso de las seis. La mamá de Mario se pone de pie y alza el volumen, se estabiliza la imagen. Hay una pandilla de hombres harapientos que corre sin dirección, alejándose de un fuego. Uno se abalanza, gritando y escupiendo, sobre el lente de la cámara. No se ve nada, hay un forcejeo, imágenes que entran de la pantalla y salen. La voz de un reportero clama al micrófono: «¡Un incendio de proporciones en el manicomio! ¡Los pacientes se achicharran... huyen por las calles...!». No aguanto más. Me doy cuenta, rompo a llorar. Tiago me abraza. La mamá de Mario se queda inmóvil, mientras me libro de los brazos de Tiago; manoteo en el aire, pronuncio a gritos, las lágrimas me ciegan: «¡Se acaba! ¡Esta basura se acaba!».

 

Me dicen qué significa esto, Tiago. Una vez más no sé. Mario me dice que busque.

Con Angélica en crisis soy el único que puede moverse. Por dónde empezar. ¿Por una serie de coincidencias, de presentimientos? ¿Por unas visiones de futuro que no comparto? Sé que no es una patraña. Estuve ahí, escuché todo, lo vi. Además soy el más indicado de los tres. Conozco cada centímetro de la biblioteca, toda su base de datos. Hay algunas pistas: el día del juicio, el Tarot, el arcano de La Lune. Luego , hay que hundirse en polvo de libros.

Mis papás piensan que estoy con tía Brenda. El pasalibros cree que me fui a las seis. ¿Cuál es el comienzo?

Quisiera saber con qué Tarot sueña Mario, por ejemplo, si con el de Marsella, el Ferrara o el Visconti. Si es el que manipula su madre es el de Marsella. Pero Gertrude Moakley dice que es el más reciente, hijo de deformaciones, de símbolos a la deriva. ¿Significa eso algo? ¿O es simplemente una circunstancia, un hic et nunc que desvía de lo esencial? Hojeo en la Guía Cavalcanti de Cartomancia y Emblemas. En el Tarot Visconti La Lune es una mujer lánguida que sostiene el astro entre los dedos; lo descarto.

En cambio, el Tarot de Ferrara echa luz sobre el de Marsella; este es un ícono deformado por el paso de siglos. El mazo Ferrara se ve más elemental y es más antiguo. Sin embargo, las imágenes son de una complejidad que paraliza. Los símbolos que indican unidad en el mazo francés, en el italiano son de ambigüedad, de bifurcación. Me explico: la pareja de perros salvajes es una simplificación de otra más antigua de rasgos distintos. Examino la carta original. Se trata de un chacal de pie y de un perro doméstico echado. Se ve hasta vulgar. Las gotas de agua mágica lunar se precipitan a tierra en tres vertientes ordenadas, irreales. Un camino ondulante pasa entre los perros y los edificios, y se pierde a la distancia entre los cerros, donde está próximo el amanecer. Confronto las cartas. Si el arcano La Lune de Marsella es una imagen de horror metafísico, su versión italiana refleja una angustia estática, de espera insufrible. No pasa nada, salvo la noche. Leo su interpretación: «El arcano La Lune indica el término, pero augura el comienzo. El alba se adivina al final del camino. La decisión es iniciarlo. Pero, ¿qué confianza hay de acabar? Ninguna».

Dejo la biblioteca lleno de preguntas. ¿Qué luz echa sobre nuestras catástrofes cotidianas el Tarot Ferrara? ¿La visión de Angélica y Mario es fragmentaria, una forma vicaria, una equivocación? Hay vacíos, piezas sin ton ni son. Ni Mario ni Angélica hablan de la masa de agua que ocupa la parte inferior de las cartas. En el Tarot de Marsella es una laguna; en el Ferrara puede ser la orilla del océano. Un crustáceo la navega. ¿Y si estoy viendo todo al revés? ¿Si nada es símbolo? ¿Si las cartas no connotan sino denotan? Entonces La Lune sería la imagen de un pueblo costero, de un barrio como este, una imagen tautológica, una constatación que no es sino espejo. ¡Confusión!

Salgo de la biblioteca, agotado, con la sensación de estar hundiéndome en más laberintos. Es medianoche y calle abajo corre viento que proviene del mar. Pero sigo pensando, sin pausa. Entonces miro el camino que conduce a mi casa. No está vacío. Está lleno de animales de múltiples especies que alzan sus cabezas apenas sienten el sonido de mis pasos. No quiero explicaciones mágicas. Ahora no. Me digo, inmovilizado: «¿Quién deja a sus animales libres a medianoche?». Deseo que sea mi única idea.

 

Tiago llama en mal momento. Siento el asco en las amígdalas. Como si unos dedos sucios me las sacaran. Y yo aguanto, con el vómito que sale. Manoteo el botón de la enfermera. Olor a alcohol, a algodón frotándome. Mamá, no me dejen solo en la oscuridad. La odio... ¡Dronabinol! No, los antieméticos convencionales no sirven. ¡Rápido! Odio la idea de morirme ahora. Pasan horas. A veces oigo mi sueño: «Porque dejaron la puerta abierta y escaparon los perros». Me viene como en espirales y se va por el drenaje, de mis sesos. Por ahí me voy también. Estoy apaleado, no sé cómo se han ido las náuseas. No percibo ni el paso del tiempo. En este instante pienso que desperdicié el tiempo, estúpido. Es absurdo... pero me he dicho mientras veo los incendios de ciudades en mi cabeza: quién como yo, que soy lúcido, genial, incomparable a los doce años. Necesito aire... Pero es igual de absurdo para quien se muere a los ochenta. Oigo ladridos, muchos, es fuego... ¡Fuego...! Porque quisiéramos que el tiempo fuera un cuentagotas eterno. Me digo un verso maniáticamente: «Mañana, mañana y mañana se deslizan, paso a paso, día a día... hasta el día en que el tiempo escribe su última sílaba».

La enfermera viene con una sonrisa boba. Su cara me dice: «Entiendo todo lo que te pasa, niñito bueno». Qué entiende. Pero qué entienden los adultos, al fin. Son demasiado estúpidos. Y me dice que Tiago ha vuelto a llamar. Pero ella no tiene por qué saber que esa llamada es importante. Significa que Tiago ha encontrado una respuesta a mis sueños de tarots, astros e incendios... o ha renunciado de plano a encontrarla.

Estoy más estable. Veo la calle y el cielo de tormenta. Qué absurdo. Los adultos no le temen. Tiago me llama. Que va a buscar a Angélica, juntos vienen a verme. No quiero dormir mientras espero. Los sueños me dicen la frase, a gritos: «Porque dejaron las puertas abiertas y escaparon los perros». ¿Qué significa?

 

Sueño de Angélica

Sueño con perros, perros alados y escamosos, y perros con plumas y pelajes de todas las especies. Me arrecuesto a dormir entre ellos mientras aúllan y su aullido es un arrullo bajo el cielo nocturno. Cabalgo en uno de ellos por entre avenidas de escombros, por sobre la catástrofe esparcida en un océano lunar. Qué espanto, qué cantidad de muertos navegando en los flujos de su sangre. Mi perro salta a los cielos, seguido por un piélago de canes que hacen cabriolas desaforadas conforme van ganando altura. Miro hacia atrás y el barrio es una escenografía, un conjunto de frontispicios arrasados, una masa retorcida de fierros y granito sobre una roca gigantesca, que se hunde, girando a la deriva, en medio de un abismo de estrellas.

Cuando despierto, tengo una sensación de angustia refrenada. Estoy acostumbrándome a estos viajes transuránicos sin objeto; he escapado o me he habituado sin percibirlo al horror. Tiago ha venido a buscarme para ir a ver a Mario al hospital; está parco, macilento, agotado. Traigo la grabadora de mano porque Tiago me lo pide. Va a ser una Sesión de la Hermandad.

 

Diario de Angélica

14 de abril

Acta de la Sesión Extraordinaria de la Hermandad de los Tres-en-Uno

[trascripción de cinta magnetofónica]

MARIO (ansioso): Informa, Tiago. [Qué sabes, habla]

TIAGO (lentamente): La ciudad vegetal y la ciudad de bestias que ven son imágenes apocalípticas (despliega un libro con litografías sobre la cama: dibujos góticos, de arquitecturas de plantas y de animales que integran edificios y plazas se alzan liados a volutas de emblemas y cintas con motes escritos). Son el Jardín del Edén y la Arcadia. En la literatura profética son metáforas de la historia del mundo, junto con una ciudad mineral, supuestamente Jerusalén La Nueva. La mitología cristiana las vincula con el Milenario: cuando venga el Juicio Final, la Civitas Dei dará por terminado el esplendor de las otras dos como utopías humanas.

ANGÉLICA (inquieta): Yo no he visto ciudades minerales; solo veo urbes de pantanos

y de excremento de bestias, y a veces de cartón, una maqueta hecha añicos.

TIAGO: La sintaxis simbólica es compleja, sinuosa; se me escapa. Desde el pasado más remoto, el Paraíso y la Arcadia son íconos que bosquejan intuiciones. Con ellas la psique humana simboliza preceptos que le son inadmisibles. No puedo dar más explicaciones coherentes. Es un callejón sin salida. Sin embargo, mi «deformación profesional» histórica da una luz. El período de imaginería apocalíptica más vasto va desde el fin del imperio carolingio hasta el siglo XIV; tiene un auge en torno del Año Mil...

MARIO (agita la cabeza): Es absurdo. ¿Qué tiene que ver esto...?

ANGÉLICA : De ser verdaderas imágenes proféticas, el mundo se hubiese acabado...

TIAGO (alza la voz): Apocalipsis no quiere decir «fin del mundo». No, en un sentido literal. Un apocalipsis es una revelación sobre la historia del hombre y el orden divino. Hay dos cronistas del Año Mil, Raoul Glaber y Ademar de Chabannes, que refieren la atmósfera: taumaturgia, milagros, apariciones satánicas. Ambos mencionan a la Abadía de San Víctor de Marsella como cabeza de una congregación importante en los prodigios del Milenario.

MARIO (exasperado): ¿Y eso? [¡¿qué?!]

TIAGO : San Víctor de Marsella es el primer sitio del mundo donde se jugó al

Tarot.

MARIO (asombrado): ...

TIAGO : La baraja se convirtió en Marsella en una exposición de imágenes arquetípicas de la concepción de la vida medieval; la iconografía de la época se apropió hasta de sus minucias; incluso desplazó el motivo central de las cartas, de origen itálico, y se volvió su eje simbólico. Eso pasó con el arcano de La Lune (cubre los libros con un pliego que reproduce una carta descomunal, con perros y cerros y la luna, ampliados en sutilezas). Un hecho sin precedentes ocurrido durante la luna creciente en el norte de Europa desplazó el motivo central original.

ANGÉLICA , MARIO: ¿Cuál?

TIAGO: Un grupo de pueblos costeros daneses fue encontrado abandonado, poblado por locos y lo asolaban jaurías de perros salvajes (despliega una mapa de la Península Escandinava ). Los pescadores germanos que trajeron las noticias hablaban de escenas escalofriantes... incluso de casos de antropofagia (Angélica asquea, Mario retrocede). La crónica de Glaber y las actas de la Abadía de San Víctor cuentan la historia como una señal del fin del mundo próximo... en especial en San Víctor: ahí hay casi treinta monjes daneses durante el Año Mil.

ANGÉLICA: Entonces, estos pusieron en el Tarot...

TIAGO (la interrumpe): ¿La imagen de la desgracia de su patria? Posiblemente... La relación no es directa. Pero es claro que no solo ellos, sino todos los hombres de la abadía vieron en la plenitud de la locura una manifestación del influjo lunar (muestra más litografías: lunas plácidas y lunas monstruosas, hombres caminando sin razón, trepados al mástil de una embarcación de madera, suelta a la deriva entre vientos de tempestad y oleajes sin freno. La mitología medieval establece una dependencia directa de las fuerzas irracionales con La Luna. Es otra señal del fin del orden humano. Aún hoy llamamos lunáticos a los locos. El arcano La Lune no difiere de ese sentido...

MARIO: Qué significa.

TIAGO: Angustia y miedo (la perfila con un dedo), pero también ambigüedad, indecisión. Una carta debe leerse en relación con las otras, en una maraña de símbolos cuyo sentido es fruto de la clarividencia. La Lune es un Arcano Mayor, un naipe que rige a los hombres y a las bestias, a las mareas y a los cielos embrujados. Para el hombre medieval era el faro de los viajes sin sentido...

ANGÉLICA (con impaciencia en ascenso): Eso ya lo sabemos, Tiago. ¿No te escuchas? No has avanzado, solo hay más laberintos. Nada de esto tiene sen...

TIAGO: Sin embargo, en la carta hay un sentido, pero es de otra manera... La Lune pertenece a las cartas llamadas Triunfos de la Eternidad... Escucha , la Alta Edad Media imaginó al ser humano atrapado en esferas de atracción jerárquicamente organizadas: al hombre lo mueve el Amor Loco, pero sobre este se impone la Virtud , y la fuerza del Tiempo los arrasa a ambos... Sobre el Tiempo prevalece la Eternidad , que es un dominio inexplicable, al cual los sentidos de los vivientes no pueden penetrar. La baraja del tarot reproduce la correlación de estas esferas en los cuatro grupos que integran la Arcana Mayor , las cartas más abstractas del mazo (gira a la carta). La Lune es un Arcano de la Eternidad ; su locura es trascendente. La imagen que lleva, fuera del hecho extravagante que la originó, es como un mensaje... ¡cifra un simbolismo iniciático!

El viaje de crecimiento: hay una jornada por emprenderse. ¿Ven el crustáceo al pie del camino? (lo pincha con el dedo). Este es el camino para él. Sus estadías son muchas, de un valor bifronte: los canes son perros y chacales entremezclados, compañeros, pero a la vez depredadores. En verdad, del camino no se sabe, salvo que es del crustáceo... El viaje mismo está en duda [MARIO: Para]. El animal es de dos mundos: pertenece al seno líquido, que es el espacio de las ideas sin forma, pero también a la tierra que surca el intelecto de los hombres. [ANGÉLICA: Aquí hay algo...] La luna creciente y la bajamar obligan al crustáceo a elegir. ¿Hacia qué sitio? ¿La vuelta al mundo subacuático o el ascenso al nuevo día? [MARIO: ¿De qué habla?] [ANGÉLICA: Creo...]

ANGÉLICA (sus ojos saltan a Tiago): Puede morir en la playa.

TIAGO: Puede.

MARIO: En los sueños no hay crustáceos...

ANGÉLICA (sigue a Tiago): Ni en mis visiones.

TIAGO: Eso es de lo que hay que sorprenderse. Pero existe una explicación. La visión del crustáceo solo puede tenerse desde una proximidad que no la obstaculice. Ahora, miren a la carta: el animal resulta visible desde cualquier punto. Sin embargo, si uno se sitúa en el lugar que el crustáceo ocupa...

ANGÉLICA (salta): ¡Obviamente, desaparece!

TIAGO: Lo lógico es pensar que han estado observando en el sitio del crustáceo. Es la única manera de que no se le vea. Funcionalmente, ocupan su lugar.

MARIO: Magnífico. Soy un crustáceo.

TIAGO: En el sistema de intercambios simbólicos, para todo efecto, lo son. La analogía de las fichas de ajedrez se aplica: un alfil tiene un significado, no por su forma o el material de que está hecho, sino por las relaciones que guarda con las otras piezas. En el ícono de La Lune hay una pieza vital, quien marca el camino: son ustedes . Este es el arcano, este barrio.

ANGÉLICA: Lo que dices...

TIAGO: La escena de la carta, la desgracia danesa se llevará a cabo aquí. No sé por qué pasará. Pero sus sueños, las profecías, esta atmósfera enferma que nos ahoga son la prueba. Y esta imagen es un grabado en vivo: los tres somos el crustáceo. Y podemos hacer algo...

MARIO: ¿Los tres?

TIAGO: Hay tres flujos de rocío que provienen de la Luna. Son información adicional; tres potencias de la psique que posibilitan cualquier acción humana: intuición, entendimiento y voluntad. También están representadas por los tres ojos del crustáceo. Juntos conforman el alma, pero separadas conducen al caos. Son tres fuerzas en una, como nosotros. Somos nosotros.

MARIO: ¿Y qué pasa...?

TIAGO: Nos toca decidir. Ya sabemos lo que pasa por mi entendimiento, por la intuición de Angélica. El mundo se acaba, huele a excremento. Y hay una esperanza: el amanecer entre los cerros (lo señala). La nueva luz significa que la Noche Oscura termina, si la acción se emprende, si se inicia un viaje. ¿Lo iniciamos? ¿Cuál es? Tú eres el jefe. Eres la voluntad. Debes decidir qué hacer.

MARIO (exasperado, mira a todas partes): ... ¡No sé sobre qué decidir!

TIAGO (acalorado): Es sencillo. (Abriendo y cerrando los ojos) ¿Podemos frenar este Götterdammerung? ¿este fin del mundo? ¿Podemos...?

MARIO (de pronto, tartamudea, deslumbrado): ... ¡Sí, claro que sí...! ¡Sí podemos...!

 

La solución es la analogía. Qué chistoso. Basta escuchar lo que nos dice Tiago. Pero es elemental, Mario. Siento el efecto de la morfina y me estabilizo. «La victoria no será de la Madre de los Lunáticos, de la Guía de todas las Jaurías», digo en mi sueño y ahora sé por qué. Para los adultos, jamás significaría nada, más que imágenes sin sentido... Ahora, Mario, descansa, por favor... Es tan lógico y tan natural, tan infantil, Angélica... Descansa... Pero el fin ya viene, Tiago. Miro a través de la ventana: las nubes se movilizan, se mezclan desatadas. Frente al tarot, dice Angélica, el mundo es una mojiganga, una fiesta cuyos bastidores son oscuros y salvajes. Enciendo el televisor; vemos los accidentes en masa, los asesinatos múltiples, los crímenes espectaculares. Me dicen descansa. Pienso: «¿Cómo no detener tanta estupidez?». Angélica y Tiago vienen casi a diario. Sabemos que aún no se precipita la Luna contra nuestras cabezas. Y no se precipitará, Mario. El mazo del Tarot nos asalta, Angélica, escucha a Tiago, escucha el silencio de la ciudad. Triunfaremos. Sí, Angélica, Tiago, porque las cartas son un abismo de magias y analogías... ¿Y no es la analogía el fundamento del sentido de los signos del fin? El dibujo de la paloma es la paloma, el signo dragón es cada una de sus escamas; el castillo está en el papel y en la cabeza de quien habla. Y como los sueños, la analogía es de doble vía. Si una imagen de la carta desaparece, su profecía, su seña, cae en el Vacío, es nada. Desde luego un objeto del mundo de los hombres se irá si queremos que la semejanza desaparezca... ¡¿Y no es obvio qué es lo que está demás?!

La victoria no será de la Madre de los Lunáticos. No nos vencerá. ¿Cómo nos puede vencer un pedazo de piedra suspendida en el cielo? Aunque, nosotros, los más lúcidos, los más dotados tengamos que desaparecer... El sueño de los antieméticos... Mi verso maniático al final se cumple: suena la última sílaba. Miro a través de la ventana y la lluvia empieza.

 

Del libro El inventario de las naves (Fondo Editorial PUCP, 2005)

© Alexis Iparraguirre

 

Sábado

 

 

CUANDO LA LUNA SUBE HACIA LO ALTO, los chicos salen de a uno y se juntan a unas calles del parque. Lo cubre una tira de niebla de la que se distinguen ramajes como manos de ahogado. La pandilla decide que Carlos vaya porque es el más viejo y siempre ha tratado con los que no son del barrio y es más audaz y distingue cuándo es de buena calidad y cuándo estafa. Pero esa noche hace mucho frío. Carlos se ha ido riendo, ha prometido novedades y ha empezado a soplar el viento que viene de las marismas. El olor malsano de los cangrejales los envuelve como una película vaporosa. De la impaciencia, Diego se come las uñas, Fernando da unas pitadas, pero quien parece que se tragara los dedos es Gabo. No tiene casi uñas. Es la primera vez que viene, lo sacaron de su taller con un par de llamadas, en verdad ni siquiera desea estar ahí, ni mirar, ni pensar, solo irse a la cama y amanecer sin ansia. Pero teme, tiembla, qué mierda, dice. Percibe la taquicardia levísima mientras escucha apenas el silencio de las calles, el golpe de la  hojarasca, y piensa,  piensa sin dirección, en un dibujo que ha dejado incompleto en el taller: «Jaula de pájaros ». Pudo venir de día, murmura. Ni hablar, replica Fernando, su enésimo cigarro al suelo, solo de noche se cae eso que es nuevo, el menos. Y qué tal. Lo ha probado la gente de Tato, más que distinto: dicen que no se ve nada, o que se han visto a diablos, a hombres con alas, pirámides con centenas de ojos, seres semejantes a dioses. Imposible, Gabo patea. Claro que sí, Fernando se ríe, entre dientes, dicen que la hacen en Malasia... Y qué pasa con Carlos, no vuelve. No te preocupes, ha ido y venido tres veces esta semana, se ha vuelto loco con el menos. Pero Gabo tiembla más, es el miedo, piensa, es frío. Llegan más vientos de descomposición, los cangrejales se le meten en las narices como pinzas y la alameda que conduce al parque parece un abismo. Si nos atrapan, se dice Gabo. Mira hacia un lado, se alza la luz azul de una patrulla. Le tiemblan las manos, frenéticamente. Piensa en jaulas de pájaros. No es una patrulla, no lo es. Nunca es nada. Y si la policía...

 

Nunca sucede. Carlos vuelve, caminando con las manos en los bolsillos, por la escalinata de lajas sueltas que sube desde el parque, zigzagueando entre la neblina. A unos pasos, sonríe triunfal a los chicos. A Gabo lo marea el viento. La llegada de Carlos no lo alivia, pero tampoco lo empeora. Debió quedarse en el taller trabajando, no ceder a la presión de Carlos. Cierra los ojos: la imagen se define mejor. A oscuras, ve unas jaulas de pájaros, no sabe por qué, pero se le dibuja en la mente, es una imagen de jaulas con decenas de aves chillando. Casi no oye cuando Carlos les habla. Aquí está, es menos, anuncia con el paquetito en la palma de la mano, mucho más veloz y caliente: jalas y miras unas cosas semejantes a muertos. Miran. Es apenas una bolsita transparente con un polvillo azul. A Gabo le parece la brillantina de los embaucadores, pero el énfasis en la mirada  de Carlos, el viento, la noche lo enferma. La pandilla da vivas de emoción y Gabo solo percibe el olor a podrido del viento marino. Irse a dormir. Ni de vainas, hombre, niega Carlos, todos vamos al cumpleaños, lo dijimos, es el cumpleaños de Alfredo, ¿ya?. Pero Diego, no Gabo. Te metes un jalón y te paras al toque. Pero, ¿me escuhas, Fernando? Me sales medio marica, tanto por no ver a esa cojuda, a Luciana. Gabo calla. ¿Por qué siempre Luciana?, piensa. Alta,  parece un caballo de humo. No debo ir. Y el aire golpea, es más apestoso, cuando la tira de niebla se espesa, los faroles parecen inútiles y un bulto con forma de hombre, luces azules de circulina, centellea calle abajo hacia el parque. La forma, que no es más que tiras de niebla, jirones como cuchillos, se lanza encima y el perfil de hombre detrás.  Gabo mira. Centelleos. Más niebla apestosa.

 

Gabo solo distingue el juego de luces, aunque conoce de sobra el frío y el viento de la marisma. Empuja a los otros. Nos vieron, nos descubrieron, carajo, ¡nos descubrieron!, grita. Carlos oculta el menos en su bolsillo, no sabe de qué huye, de la policía o del escándalo de Gabo. Y si no es la policía, los vecinos llaman de todas formas al sereno. Nos vamos todos a la mierda. Y el espacio huele solo a eso. Corre como Gabo, como Fernando, como Diego, calle abajo, a más nieblas, a alamedas empedradas de laja que se saltan como en un desierto lunar, como en una montaña rusa cuyo tren es el cuerpo que quema aire, cortado por el frío y al sesgo de las luces.

 

Escapan por las calles más estrechas. Al cabo de treinta, cuarenta metros, deciden detenerse. Se atropellan, torpes, mientras miran en todas direcciones. Se recriminan encabritados, mientras sale vaho de todas las caras. Carlos casi se va a las manos con Gabo, no hay nadie maricón, recrimina, Gabo calla, déjalo Carlos, está loco, se paltea de nada, pero ya Carlos se abalanza hacia él. Lo hacen a un lado, se agitan por separar a Diego y a Carlos, que ahora se lían a golpes. A Gabo la taquicardia lo ciega. Quiere aire. Busca calma Piensa en las aves, en  el cuadro de jaulas con aves chillando.  Experimenta entonces una emoción abrupta. Es como un líquido burbujeante que sube por el pecho, trepado a la garganta. No es un infarto, se dice, no puede ser, soy muy joven. La sensación lo destroza, es como vértigo, un abismo en los ojos, y se cae, se hace trizas. Ya paren huevones, Fernando grita, se pelean por las huevas, señala calle abajo, hacia el parque. Voltean en esa dirección: la tira de niebla se ha deshecho, los eucaliptos de la época de la colonia se alzan altos y exuberantes, algunos trasnochadores tientan desde sus ventanas el aire fresco de la madrugada. Parece que ya huele a pantano, dice Diego. Hace frío, Gabo tiembla. ¿Qué viste?, pregunta Fernando. Carlos da bocanadas. Gabo balbucea, yo vi a un hombre, dice, salía de la niebla, parecía que llevaba un cuchillo, déjalo en paz Carlos, no lo jodas, ¡está loco, Diego!, ¡está loco! Callan. Se miran, respiran con una serenidad que lentamente les enfría los músculos. Hay un nuevo griterío de vaho, hablan: nos vamos de frente donde Alfredo, tengo sueño. Vamos a la casa de Alfredo, grita, se impone Carlos, pero no de frente, por si acaso, hacemos un rodeo: Pescadores, salimos a la casa de los Linares, bajamos a San  Martín y de ahí a neoplásicas, a la Calle de los Sueños Perfumados. Vuelve el viento de pantano, se dice Gabo. Da dos pasos, cansado, voy a la fiesta de cumpleaños, ahí está Luciana, imposible no verla: aparece y el aire quema. Emprenden la marcha. Diego muy calmo, Fernando enciende un pitillo, Carlos se apresura, de rabillo Gabo ve pájaros, se percata de que Diego finge y vigila a Carlos a ver si tiene miedo, y Carlos se adelanta con el paquete apretado en el bolsillo, Fernando tira el cigarro, y Diego ya salta, y Gabo se abalanza a zancadas: odia esas calles. Lo siguen más hedor, más jirones como espadas, y nadie. 

 

Abre Luciana, qué es lo que haces, cómo te metes donde duerme un viejito, abre la puerta. No jodas, Anamaría. Pero... No jodas, aquí hay un espejo, qué risa, se dice, te hundes en él, hasta parece un pozo asqueroso, como el tiempo, sabes. Estás locaza, cojuda, sal, no vayas a hacer un incendio. Pero si aquí no hay luz, Anamaría, apenas una velita. Sal, cojuda, la fiesta es abajo y a Alfredo le jode que suban a fregar a su abuelo. Luciana se calla. Qué pasa. Me he pegado, qué risa, me he pegado. Piensa: el tiempo es un pozo nauseabundo y no se sale a ningún lado, solo inmóvil al centro, inmóvil, inmóvil.

Se queda mirando en el espejo, se echa a llorar. El tiempo es un estanque quieto, se dice,  donde nos hundimos a manotazos... Pero ¿si todo cambiase?... Se ve distinta en medio de la oscuridad, reflejada en el antiguo espejo de cuerpo entero. Mira atrás. Distingue la cama de metal que descubrió cuando se metió, el desbarajuste de colchas con el bulto humano encima. El abuelo respira pesadamente, como si fuese a detenerse, pero una fuga tremolante de aire al vacío golpea de nuevo. ¿Y si dejases de joder?, le dice la chica, ¿y si ya no hubiese que esperarte?, guarda silencio, ¡no confiar, no temer que vuelvas a abrir la boca...! se exaspera: ¡pero solo das vueltas...! Parece un carrusel. El asunto es el tiempo ¿Por qué no se acaba?

Camina hacia una esquina y se hunde en ella. Hace frío. Aspira con fruición un cigarro. Se arregla el cabello que se le va a la cara. Hay que tirar mucho para entender, como dice Anamaría, tirar ayuda como mierda, las piernas abren el compás altisonante del mundo. Euforia, más, eso es, ¡la euforia! Escucha la vocecita de Anamaría como tras cientos de velos de un tul muy sucio y agujereado: sales o no, cojuda, te quemas y nos jodes, ¡sal de una vez, huevona! Luciana se siente absurda, se contempla paralizada en el centro del espejo. Mira la vela que se apaga. La música asemeja una marea lejana en sus oídos, que explota en cortinas de agua a un continente de distancia.

 

Fernando da un empujón a la puerta y abre, de inmediato entran a gritos. Los chicos de adentro saltan asustados. Carlos avanza a pasos largos por una habitación de techos altos, entre nebulosas de humo. Diego a zancos transpira detrás, copiosamente. Fernando sonríe y se suelta el cabello, pero la transpiración le desdibuja la cara en una mueca espantosa. Todas las habitaciones son idénticas, con techos altos, muebles e iluminación minada por años de abandono. Les dan manotazos, pasen, se han demorado. Un gentío baila en las dos últimas salas. Los ahoga el aire viciado, las pitadas, el sonido de la música. ¡Bajen el volumen, carajo!, grita Carlos.

Qué dices huevón, lo saluda Anamaría, lo abraza fuerte, hasta hacer sentir sus senos, cómo les fue. De la puta madre, Carlos fuma. Si el marica de Gabo no nos para hinchando las pelotas. No seas así, Gabs. Ve policías hasta en la sopa. Anamaría lo besa en la mejilla, cálmate, huevón susurra. Gabo asiente. Pero la sensación se impone. Las ansias de estar en cama, como abismos en los oídos, los chillidos de los pájaros. Piensa: solo puede ser la imagen, el cuadro, pero cómo y así. Percibe el olor a carne podrida del aire, lo descompone, le da náuseas, toda la noche sopla y sopla en sus pulmones. Anamaría hace una mueca. Huele a pescado muerto, comenta. El imbécil del alcalde, observa Diego, más suelto, años que no deseca los pantanos. Cuándo nos pasas lo distinto, dice Fernando, aspirando un nuevo cigarro. No hagas escándalo, cojudo, lo congela Carlos con los ojos. Si todos saben no va a alcanzar. Anamaría cierra la puerta, y el viento apestoso parece por ese instante incapaz de cruzar dentro ¿Has visto a Luciana?, pregunta Carlos. Está loca, maldice Anamaría. Otra más, dice Carlos. Se ha pegado con el espejo del cuarto del abuelo de Alfredo, habla del tiempo, esa mezcla que ustedes dos fuman es psicodélica, es bad trip. No le avises que he llegado, dice Carlos. ¿Y el menos?, insiste Fernando. ¡Calla, huevón de mierda! Ahí viene Alfredo, dice Anamaría. Alfredo, lánguido, asemeja un payaso en zancos, columpiándose de lado a lado, los pelos de esponja, el vaso de vodka. ¡Puta madre, qué gusto, muchachos!, grita, la pandilla de mierda, vienen a malearme la finca. Carlos se desternilla de risa. Le da un apretón de manos, un abrazo de las buenas amistades. Mi hermano. A Diego lo zamaquea. ¿Y Melissa? En su casa, ya sabes, el mes, se explica incómodo, sentándose en un  sofá de flores ennegrecidas en el tapiz. Son estupideces, Diego, ¡son estupideces! ¿Y Nando? Ah, hijoputa, lo husmea, ya córtate el pelo, pareces marica. Se agacha para concentrar unos ojos temporalmente estrábicos en Anamaría ¡Hola chata! ¿Mi beso?, le exige. Ya te saludé. Pero siempre es bueno abrazarte, tienes unas tetazas. Anamaría se desternilla de risa. Diego se sirve un trago y Fernando da vueltas ¿Dónde mierda está Carlos? ¿Qué pasa?, dice Diego, da un trago de vodka, la garganta le quema, los nervios, la carrera rodeando casi diez calles. Ese cabrón de Carlos, ¡por la puta madre!, se lleva el menos, ¿dónde carajo está?

 

Gabo se alza y comprueba que las piernas le tiemblan. No corro desde que salí del colegio. Extiende una mano y se apoya en una columna, por qué, me está pasando algo y no entiendo. Ese es mi Gabo, dice Alfredo. Cuánto miedo. Se abrazan, matándose de risa, incluso Gabo suelta la carcajada de retrasado con que lo fastidiaban en la escuela, pero de improviso la sensación, la incomodidad de un olor, de una imagen que debe salir de su pecho y no la expulsa ni a arcadas de dedo hasta el fondo de la laringe, lo abruma, lo hace escupir. Puta, huevón, toma aire, no te malees, dice Diego. Lo jala hacia la primera habitación de techos altos, donde hay menos gente más aire. Sabes qué, cholo, cuídate. Lo deja. Gabo se sienta, por un instante aspira mejor el aire. Mi casa, piensa, no salir, no respirar el hedor, ni el humo, ni el asco. Piensa que hablar con Luciana lo calmaría, pero sabe que es una tentación inútil, ni más ni menos que en otros instantes y lugares (yo fui gentil, Gabo, dice Luciana, tú te lo inventas todo, magnificas gentilezas tus senos, Luciana). Asco, esa imagen a través de los ojos, los chillidos. Va hacia la puerta de calle tras la niebla de los festejos y cigarros, y busca el viento fresco de las tardes. Delante de sus ojos, como si diera a luz un feto que lo desencaja de las caderas, lo tasajea a cuajo, se le atraganta la imagen, y son sus abominables movimientos en un océano quieto y sin agua. Se desgañita de dolor en silencio. Sin tiempo, solo percibe el vacío de las imágenes. Es una jaula de pájaros, pintada hasta en la minuciosidad de sus graznidos. Qué asquerosa, metálica y encajada ahí en el cuello. Gabo jadea compulsivamente, sin salida. Cae hacia la ventanilla de la puerta de calle y con un manoteo la abre. Saca la cabeza y siente el aire de la noche. Apesta menos que cuando en el parque. Se calma. Abre los ojos que ha cerrado para disfrutar la frialdad. Mira calle arriba. La tira de niebla esta ahí. Pero no es la familiar humedad, blanca, transparente, inocua. Las volutas asemejan cabellos, hay copos de bruma amoldados como cabezas humanas, crines de niebla que se alzan tras quijadas batientes  de potros salvajes en medio de una luz que se abalanza. Y ahora se detiene sin aviso y Gabo distingue las alas desplegándose, las cabezas y las crines, las espadas. La niebla se licua, desaparece, se va, pero deja esa luz y ese ademán de niebla que es ella, la silueta misma calle. ¡Ahí está, carajo, es él!, jalonea de las camisas con el escaso aire que le queda en los pulmones y corre hasta la habitación del fondo, y, ¿quién?, ¡ahí!, le indica a Diego,  se le cuelga de los hombros, lo jala, ¡ahí está el hombre del parque!.

 

Diego parpadea, lo sujeta. Mira hacia Fernando, pero no tiene que intercambiar palabras. Sabe lo que él piensa:  pobre cojudo, está bien loco, pero nunca se sabe, dice Anamaría, de qué hablas, esta es mi casa, se indigna Alfredo, ese huevón quemó hace años, dice Fernando, no seas huevón, ¿afuera no hay nadie, carajo! No te pongas en ese plan de cojudo, habla Diego, asómense de una vez. Anamaría se adelanta en la media luz y husmea sin suspensos. Fernando bufa: ¿y Carlos?, dónde está, ¡es un hijo de puta! ¡Yo lo vi!, dice Gabo, ¡era el hombre del parque! No hay nadie, dice Anamaría. Ya ven, se exaspera Fernando, estás loco, huevón. Estás cagao, loco, huevón, le dice a Gabo, lo sienta, cálmate Gabo, Diego suspira, ¿quieres, por favor? Fernando sacude el pelo, Carlos, murmura, con los ojos saltando de un lado hacia otro, ¿dónde mierda? Insiste, ahorita el menos ya fue, está en la nariz del muy hijo de puta. Qué es menos?, dice Anamaría, Fernando aspira su cigarro. ¿Eres tan vicioso que la cagas?, piensa Diego, lo fulmina con la mirada, no contesta. Se quieren evadir en la fiesta ¿Qué es menos?, insiste Anamaría. Fernando rumia. Al carajo. Es la vaina, la más... La música. Dile huevón. Pero Diego. Ya empezaste. La trae, no sé quién. ¿Y?, Anamaría los empuja a una esquina. La mueven bastante,  está en todos sitios. Pero no se sabe nada, aspira Fernando. Un inglés en Malasia, George, pero él no es, niega Diego. Se bajaron su casa, nadie vivía ahí como en miles de años. Malasia no es, bufa, pero dónde. Había una página web, dice Fernando. Era clandestina, pero ya la sacaron. La colgaba un tipo que usaba un alias extraño. Se decía Yavé... Es un chiste estúpido. Preguntas «¿Ya ve?» Y vas y ves y no hay nadie. Parece un alunado. Y cómo es, pregunta Anamaría. Carlos sabe, maldice Fernando. Pero es, tira el cigarro... no sé. Hay un chino en internet, vivía en Kuala Lumpur. Estaba quemadazo. Vio, uno... bien, qué creer... Eran tonterías, Fernando. Dice que vio bolas de fuego, torres antiguas y una criatura de cuatro cabezas. Qué, salta Anamaría, con los ojos dilatados. La criatura tenía lengua de estrellas, y, cada cabeza era de león, de toro, de águila y de hombre, todos a la vez. De qué hablas... Con seis alas y mil ojos. Qué... Dicen que el apóstol Juan se metía menos para escribir el Apocalipsis, Diego se mete. Y entonces el chino se loqueó. ¿Sobredosis? No, eso no. Se dio vuelta. Se tiró de un piso ochenta, de las torres Petronas, unas torrezazas. Tenía una faja de explosivos atada a la cabeza. ¡Qué Anamaría. Voilá, lluvia sesos sobre Kuala Lumpur.

Mentiras, Diego traspira. Aquí Carlos, Tato, su gente, jalan hasta tres veces por semana, sin miedos. ¿Y? Se alucina, yo no lo hago mucho. Pero no es lo mismo para todos. Ves como torres y espejos, pero luego puede que no siga nada, o sea algo una visto. La vaina, dice Fernando, es que la policía la huele a distancia y va detrás y el pendejo de Carlos nos lleva a todos de escudo. Debe ser para todos. Pero se esfuma el imbécil. Calmate. Me friega que me usen, maldita sea. Sé dónde está, dice Diego. Qué. Mira a Diego como si fuese un oráculo. Sí, está en la cocina. Qué. ¿No te das cuenta? Es la única puerta cerrada.

 

¿Qué cambia?, le dice Luciana al abuelo, y cierra la puerta y se va, a saltos, por el pasillo. Nada las vaharadas de humo que filtra el piso de madera acanalada. Husmea a través de las rendijas luminosas y distingue la música, las cabezas y el baile. ¿Algo se puede cambiar? El fondo del pozo tiene la misma textura. Se tambalea de lado a lado a la vez que escucha el crujido de la madera y las voces de abajo. Parece que el tiempo fuera a apagarse, piensa, pero esa sensación debe ser un engaño. Fuma. Qué pegada. Es como un capullo sin escape. Se apoya en una viga, el cabello contra la cara. Te deja atrás, pero sigues en él, qué locura. El tiempo ¿Qué persiste de mí ahogándose inmóvil en el fondo del pozo? Coge el pomo de la baranda. No acaba. No oye sus pasos. Hola, Luciana, le dicen. Hola, saluda a alguien a quien no conoce. No existe cambio, me miente esa voz que da esperanza, pero suena a galope de caballos. Es como un aleteo y el sonido de una superficie de aguas agitándose, caballos corriendo.

Hola, Gabs, dice Luciana. Lo contempla tumbado en el sofá de la primera habitación. Hola, Luciana, contesta Saca un hilo de voz alta no sabe de donde. Los pájaros no lo sueltan. No siente cuánto tiempo lleva ahí: cinco minutos, una hora, toda la noche. Apenas parpadea, los pájaros se le salen en los ojos y se le van a la garganta. Otra vez, no entiendo. ¿Qué haces?, le pregunta Luciana. Como pájaros, contesta. Se le traban las plumas en las amígdalas. Qué curioso, piensa Gabo, al fin, el instante. Pero el humo, el hedor a cigarro del cuerpo de Luciana que se sienta a su lado, que no le habla de nada lo desespera, lo llena de una sensación de vacuidad que es material, como si ella fuera un signo extraño que no se lee porque no es nada. Esa cara tan cerca no es nada, no dices nada, es un balde vacío en el desierto. Tus palabras, tu imagen no tienen agua dentro. Y las palabras ante esos labios se despliegan como amagos inútiles: te extraño, te quiero, no se escucha por el escándalo de la fiesta. No importa lo que yo diga, Gabo, nunca es lo que quiero, por qué, pero lo pienso. Yo tampoco, no te quisiera aquí, dice Gabo, y así es, el desapego de ti, que no me dices nada, el asco del aire, y no se oye sino el sonido de la música dando codazos en las sienes. Pero Luciana cree oír la agitación en la superficie del agua, y lo mira con la cara hacia atrás, asustada, como si reconociera a un íntimo, a alguien que es desconocido y de pronto es cálido porque escucha su voz que se escapa contra la almohada. Y es de noche. Ella se para, se va a otro sitio, cómo me puede escuchar, Anamaría, dónde estás, cómo él.

 

Ah, los espejos, los veo.¡Abre conchatumadre! Carlos da una aspirada fuerte, inclinado sobre la mesa de diario. Ahora vienen las torres, o nada, lo que solo es mío. Puta madre, ¡Carlos! Cagaos, piensa, qué saben. Esto es inexplicable. Ver a Dios. ¡Abre, huevón, o te bajo la puerta! Hay que cantar el cumpleaños feliz, Fernando. ¡Cállate, Anamaría, carajo! ¡Quiero el menos! No entienden nada, mierdas. No lo conocen. No lo viven. Fernando mete el hombro, patea. El menos es justo el filo de un lanzallamas. ¡Ya te cagaste, conchatumadre! Late tras los ojos. Extiende otra narigada exacta sobre la mesa ¡Para, que nos mandas a la mierda!, Diego lo sujeta, ¡con el escándalo llaman a serenazgo! ¿Qué pasa, Anamaría?, Luciana la coge del brazo. Nada, contesta. ¡Está bien!, Fernando jadea, ¡pero ese huevonazo, ese hijo de puta! No saben nada, pero ¡yo no me muevo! El menos es fuego...

 

Vamos a cantar el cumpleaños feliz, dice Anamaría. Jala a Luciana de la mano. ¿Y el obsequio?, Luciana se agita, ¿será? Ya ni sé, Anamaría sonríe. Grita, ¡a cantar! Las apretujan, Diego baja el volumen del estéreo, todos abuchean, pero Anamaría habla sobre el griterío, son las doce, hay que cantar el japi berdi de Alfredo, y se agolpan en la mesa. No se apiñen, carajo, se queja Diego. Ya vente, apremia Anamaría a Fernando, pero él no se despega de su sitio. Hay rezagados, vienen tumultuosos por la escalera. Luciana anima, vengan, cantemos, y no sabe a quién le está hablando o animando, qué infierno ella misma, piensa.

 

Qué pasa, se dice el abuelo. Abre los ojos, está en su cuarto. Sin más, entiende quién es, qué hace ahí. Es como si el viento hubiera cambiado de dirección, como un carrusel que se deshilvana veloz de su eje y salta al vacío. Jadea. Es que mi cuerpo no ocupa mi espacio, piensa y no se entiende. Qué ha cambiado...

 

¿Quién ha llegado?, pregunta Gabo. Yo no sé, fácil que nadie fue, dice Alfredo. Lo jalan a la mesa y le tira el vaso de vodka casi encima. Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz. Sí, ha sido alguien. Gabo se yergue. Qué pasa. Ah, no de nuevo, están sonando. Se lleva la mano a los oídos. ¡Los pájaros! Toma aire. Si aspiro a pulmón abierto, los pájaros se van. Pero siguen gritando y continúa escuchando el vacío de esa imagen. Avanza. Es un globo de aire apestoso atrapado en sus amígdalas. No entiendo, de qué soy culpable, gime. La sensación lo asalta desde el estómago. Además, la taquicardia y los chillidos de las aves. Quiere vomitar, y esa jaula no saldría así se metiera treinta dedos a la boca. Apúrate, lo llama Anamaría. La habitación se le figura una mancha oscura, limitada por estrías de luz. Todos lo apretujan, siente el pulso de sus hálitos. Están los cantos de los pájaros ondeando en el aire, qué sensación. Ese. Que los cumplas felices. Distingue a Luciana, a Anamaría, agolpadas contra Alfredo. Las aves agitadas son un laberinto de colores, sus graznidos. ¡Alto!, quisiera gritar. Solo que la jaula obstaculiza, atraganta, taponando la base de sus cuerdas vocales. Diego, ¡ese es Diego...!, y ese. No... Entonces lo ve. Es el hombre del parque. No puede ser sino él. Lo embiste su aura de vacuidad, ese compás, la parsimonia de una espera que se anuda y es plástica y compleja. ¡Es él!, ¡mírenlo!, quiere gritar, pero no se escucha a sí mismo. Y ese, el hombre, camina entre los muebles como si los partiese con una espada y apenas si los toca con un ademán impreciso. ¡Ese es! Lo sigue con los ojos: se sienta en un sofá y su perfil se deshace de inmediato con el contacto, se recompone al siguiente y se ensambla a cada segundo, es de velos, o de humo. Pero, además, es un cambio que descompone desde los intestinos. ¿Y todo cambia sin motivo?, dice el abuelo, da vueltas en su cama, ¿acaso es ese monigote oscuro la causa? Me dan ganas de saltarme de golpe hacia dentro y dejar de ser quien soy. Pero ¿quién es?, se desespera Gabo. ¡Se ve a Dios!, ¡¡puta, se ve a Dios!!, grita Carlos, ¡tiene miles de ojos! Gabo se detiene a su lado. Pero es como si lo tuviera de frente. El hombre está hecho de pliegues, siente su silueta sin luces que sisea. Si se aguza la vista, el espacio bulle de murmullos, de distancias que asemejan siglos: escucha aves graznando, voces humanas. Y entonces toca al hombre, sin pensar. Un laberinto de luces le cae como un balazo entre los ojos y sabe que ya nada desde ese instante se detiene, que hay un tobogán entre sus amígdalas, los latidos, las espadas, la jaula de pájaros y ese hombre que los envía contra un muro a velocidades imposibles. Es el fin, piensa.

Las velas se apagan. Alfredo sopla insensato. En el tumulto, la pandilla aplaude, silba. Feliz cumpleaños, carajo. ¡Regalo, regalo!, grita la gente. Diego bufa hastiado, piensa, me quito. ¿Lo hacemos, cojuda?, da un codazo Anamaría, en medio del zafarrancho de felicitaciones; ¡lo hacemos, carajo!, boquea Luciana. Ambas se quitan los polos, empujan a Alfredo a manotazos, contra un sofá, golpean sus senos desnudos contra la cara de Alfredo, que los coge a las malas con los labios mientras le tiran vodka a la cabeza, el hombre, dice Gabo, lo ataranta el griterío, regalo, dice Anamaría.

Entonces empieza el fin. Nadie sabe cómo, aunque Gabo lo tiene claro, pero no es una línea de tiempo o espacio, ni aire. Alfredo lo señala. ¿A este huevón qué le pasa? Diego le desbarata el pelo con las manos: ¿Qué tienes? ¡Está locazo el huevón!, vociferan. El abuelo, en la cama, dice ¡Son los pájaros! Gabo balbucea: ¡necesito más distancia...! así el vómito de plumas que sale de mi boca no me va a ahogar. ¡Está loco! Hacen sitio en medio del humo. Alza la cabeza. ¡Ahí está! La ondulación, la distingue clarísima, se mueve como una gota de agua que se expande desde el centro de un pozo: hace ondas las siluetas de las caras, los muebles desvaídos, los objetos más ínfimos. La casa ya no le huele a madera, a alcohol o a pantano. Es él: ¡ahí está!, ¡ahí, carajo, sus mil ojos, sus alas, su aliento de muelle, puta... tiene cadáveres en los ojos! Carlos gime, el polvo azul en los ojos, ¡miles de cadáveres!, ¿acaso no lo ven? Las sillas se van de lado, estruendo al unísono, sin motivos, y una cortina de filigranas polvorientas se rasga desde los flecos. ¿Qué mierda pasa?, salta Fernando, Luciana mira como animal asustado, desconcertado por los espejos de un mago, repite sin ton ni son ¡qué sucede...!, pero también a ella la hipnotiza la espesura de túnel que inadvertidamente adquiere la habitación del fondo. Gira buscando su fuente. Piensa: «No es engaño», la huele. «¡Es la voz...! Se siente como si se nos metiera en los pulmones... no miente». «Yo me voy», piensa Diego. «¿El cambio es el fin?», se agita Gabo, mientras los pájaros picotean en lo alto sus brazos, buitres, y han adquirido la consistencia del vidrio. El abuelo jadea, quisiera vocalizar sí. Hasta combate el tirón de vacío, como un músculo o una soga que asciende en el cuello, se afianza al aire que no tiene. Gabo piensa: ¡Cuántos graznidos! ¿Qué sucede, carajo?, vocaliza Anamaría, lanzada contra los muros como por una catapulta, las manos en alto. ¡Es el hombre del parque!, anuncia Gabo. ¡Mírenlo! Ahí está. Se distingue un segundo, casi ni lo ven, pero se extiende al modo de los ecos inacabables: altísimo, sin gestos, desenvaina la espada, las alas se despliegan, y los alcanza el laberinto de luces de todos los ojos como balazos. Carlos gira y el brillo azul tras sus ojos se vuelve el envión del mandoble del hombre y casi ni lo reconoce: ¡El de las...!, piensa, cuando el golpe de sangre de la nariz, la cabeza seca contra el piso, el suspiro, y Gabo, exhausto, insiste en gritar: ¡cuántos pájaros! Luciana piensa: «¡El tiempo acabó, el estanque desapareció!», da un paso hacia atrás, empuja a quien sea, y el mandoble, «¡y yo nado, impecable...!». A Gabo lo sobrepasa el combate de los empujones, los vidrios de ventanas sucesivas que crujen en una oscuridad abisal, el griterío devastador del miedo cósmico. Jadea. «¿Podremos hablar...? ¿Ya?». Tumbándose, algunos se alzan a manotazos para asirse a un espacio que ya no existe. Vociferan sin dirección, se empujan mientras los despedazan, se alzan, baten puertas. «Son los pájaros chillando», Gabo gime, apenas antes de la vuelta de la hoja blandiéndose en lo alto, la embestida horizontal, el silencio.

 

© Alexis Iparraguirre