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Alexis Iparraguirre / El Rincón del Diablo - narrativa

Sábado

 

 

CUANDO LA LUNA SUBE HACIA LO ALTO, los chicos salen de a uno y se juntan a unas calles del parque. Lo cubre una tira de niebla de la que se distinguen ramajes como manos de ahogado. La pandilla decide que Carlos vaya porque es el más viejo y siempre ha tratado con los que no son del barrio y es más audaz y distingue cuándo es de buena calidad y cuándo estafa. Pero esa noche hace mucho frío. Carlos se ha ido riendo, ha prometido novedades y ha empezado a soplar el viento que viene de las marismas. El olor malsano de los cangrejales los envuelve como una película vaporosa. De la impaciencia, Diego se come las uñas, Fernando da unas pitadas, pero quien parece que se tragara los dedos es Gabo. No tiene casi uñas. Es la primera vez que viene, lo sacaron de su taller con un par de llamadas, en verdad ni siquiera desea estar ahí, ni mirar, ni pensar, solo irse a la cama y amanecer sin ansia. Pero teme, tiembla, qué mierda, dice. Percibe la taquicardia levísima mientras escucha apenas el silencio de las calles, el golpe de la  hojarasca, y piensa,  piensa sin dirección, en un dibujo que ha dejado incompleto en el taller: «Jaula de pájaros ». Pudo venir de día, murmura. Ni hablar, replica Fernando, su enésimo cigarro al suelo, solo de noche se cae eso que es nuevo, el menos. Y qué tal. Lo ha probado la gente de Tato, más que distinto: dicen que no se ve nada, o que se han visto a diablos, a hombres con alas, pirámides con centenas de ojos, seres semejantes a dioses. Imposible, Gabo patea. Claro que sí, Fernando se ríe, entre dientes, dicen que la hacen en Malasia... Y qué pasa con Carlos, no vuelve. No te preocupes, ha ido y venido tres veces esta semana, se ha vuelto loco con el menos. Pero Gabo tiembla más, es el miedo, piensa, es frío. Llegan más vientos de descomposición, los cangrejales se le meten en las narices como pinzas y la alameda que conduce al parque parece un abismo. Si nos atrapan, se dice Gabo. Mira hacia un lado, se alza la luz azul de una patrulla. Le tiemblan las manos, frenéticamente. Piensa en jaulas de pájaros. No es una patrulla, no lo es. Nunca es nada. Y si la policía...

 

Nunca sucede. Carlos vuelve, caminando con las manos en los bolsillos, por la escalinata de lajas sueltas que sube desde el parque, zigzagueando entre la neblina. A unos pasos, sonríe triunfal a los chicos. A Gabo lo marea el viento. La llegada de Carlos no lo alivia, pero tampoco lo empeora. Debió quedarse en el taller trabajando, no ceder a la presión de Carlos. Cierra los ojos: la imagen se define mejor. A oscuras, ve unas jaulas de pájaros, no sabe por qué, pero se le dibuja en la mente, es una imagen de jaulas con decenas de aves chillando. Casi no oye cuando Carlos les habla. Aquí está, es menos, anuncia con el paquetito en la palma de la mano, mucho más veloz y caliente: jalas y miras unas cosas semejantes a muertos. Miran. Es apenas una bolsita transparente con un polvillo azul. A Gabo le parece la brillantina de los embaucadores, pero el énfasis en la mirada  de Carlos, el viento, la noche lo enferma. La pandilla da vivas de emoción y Gabo solo percibe el olor a podrido del viento marino. Irse a dormir. Ni de vainas, hombre, niega Carlos, todos vamos al cumpleaños, lo dijimos, es el cumpleaños de Alfredo, ¿ya?. Pero Diego, no Gabo. Te metes un jalón y te paras al toque. Pero, ¿me escuhas, Fernando? Me sales medio marica, tanto por no ver a esa cojuda, a Luciana. Gabo calla. ¿Por qué siempre Luciana?, piensa. Alta,  parece un caballo de humo. No debo ir. Y el aire golpea, es más apestoso, cuando la tira de niebla se espesa, los faroles parecen inútiles y un bulto con forma de hombre, luces azules de circulina, centellea calle abajo hacia el parque. La forma, que no es más que tiras de niebla, jirones como cuchillos, se lanza encima y el perfil de hombre detrás.  Gabo mira. Centelleos. Más niebla apestosa.

 

Gabo solo distingue el juego de luces, aunque conoce de sobra el frío y el viento de la marisma. Empuja a los otros. Nos vieron, nos descubrieron, carajo, ¡nos descubrieron!, grita. Carlos oculta el menos en su bolsillo, no sabe de qué huye, de la policía o del escándalo de Gabo. Y si no es la policía, los vecinos llaman de todas formas al sereno. Nos vamos todos a la mierda. Y el espacio huele solo a eso. Corre como Gabo, como Fernando, como Diego, calle abajo, a más nieblas, a alamedas empedradas de laja que se saltan como en un desierto lunar, como en una montaña rusa cuyo tren es el cuerpo que quema aire, cortado por el frío y al sesgo de las luces.

 

Escapan por las calles más estrechas. Al cabo de treinta, cuarenta metros, deciden detenerse. Se atropellan, torpes, mientras miran en todas direcciones. Se recriminan encabritados, mientras sale vaho de todas las caras. Carlos casi se va a las manos con Gabo, no hay nadie maricón, recrimina, Gabo calla, déjalo Carlos, está loco, se paltea de nada, pero ya Carlos se abalanza hacia él. Lo hacen a un lado, se agitan por separar a Diego y a Carlos, que ahora se lían a golpes. A Gabo la taquicardia lo ciega. Quiere aire. Busca calma Piensa en las aves, en  el cuadro de jaulas con aves chillando.  Experimenta entonces una emoción abrupta. Es como un líquido burbujeante que sube por el pecho, trepado a la garganta. No es un infarto, se dice, no puede ser, soy muy joven. La sensación lo destroza, es como vértigo, un abismo en los ojos, y se cae, se hace trizas. Ya paren huevones, Fernando grita, se pelean por las huevas, señala calle abajo, hacia el parque. Voltean en esa dirección: la tira de niebla se ha deshecho, los eucaliptos de la época de la colonia se alzan altos y exuberantes, algunos trasnochadores tientan desde sus ventanas el aire fresco de la madrugada. Parece que ya huele a pantano, dice Diego. Hace frío, Gabo tiembla. ¿Qué viste?, pregunta Fernando. Carlos da bocanadas. Gabo balbucea, yo vi a un hombre, dice, salía de la niebla, parecía que llevaba un cuchillo, déjalo en paz Carlos, no lo jodas, ¡está loco, Diego!, ¡está loco! Callan. Se miran, respiran con una serenidad que lentamente les enfría los músculos. Hay un nuevo griterío de vaho, hablan: nos vamos de frente donde Alfredo, tengo sueño. Vamos a la casa de Alfredo, grita, se impone Carlos, pero no de frente, por si acaso, hacemos un rodeo: Pescadores, salimos a la casa de los Linares, bajamos a San  Martín y de ahí a neoplásicas, a la Calle de los Sueños Perfumados. Vuelve el viento de pantano, se dice Gabo. Da dos pasos, cansado, voy a la fiesta de cumpleaños, ahí está Luciana, imposible no verla: aparece y el aire quema. Emprenden la marcha. Diego muy calmo, Fernando enciende un pitillo, Carlos se apresura, de rabillo Gabo ve pájaros, se percata de que Diego finge y vigila a Carlos a ver si tiene miedo, y Carlos se adelanta con el paquete apretado en el bolsillo, Fernando tira el cigarro, y Diego ya salta, y Gabo se abalanza a zancadas: odia esas calles. Lo siguen más hedor, más jirones como espadas, y nadie. 

 

Abre Luciana, qué es lo que haces, cómo te metes donde duerme un viejito, abre la puerta. No jodas, Anamaría. Pero... No jodas, aquí hay un espejo, qué risa, se dice, te hundes en él, hasta parece un pozo asqueroso, como el tiempo, sabes. Estás locaza, cojuda, sal, no vayas a hacer un incendio. Pero si aquí no hay luz, Anamaría, apenas una velita. Sal, cojuda, la fiesta es abajo y a Alfredo le jode que suban a fregar a su abuelo. Luciana se calla. Qué pasa. Me he pegado, qué risa, me he pegado. Piensa: el tiempo es un pozo nauseabundo y no se sale a ningún lado, solo inmóvil al centro, inmóvil, inmóvil.

Se queda mirando en el espejo, se echa a llorar. El tiempo es un estanque quieto, se dice,  donde nos hundimos a manotazos... Pero ¿si todo cambiase?... Se ve distinta en medio de la oscuridad, reflejada en el antiguo espejo de cuerpo entero. Mira atrás. Distingue la cama de metal que descubrió cuando se metió, el desbarajuste de colchas con el bulto humano encima. El abuelo respira pesadamente, como si fuese a detenerse, pero una fuga tremolante de aire al vacío golpea de nuevo. ¿Y si dejases de joder?, le dice la chica, ¿y si ya no hubiese que esperarte?, guarda silencio, ¡no confiar, no temer que vuelvas a abrir la boca...! se exaspera: ¡pero solo das vueltas...! Parece un carrusel. El asunto es el tiempo ¿Por qué no se acaba?

Camina hacia una esquina y se hunde en ella. Hace frío. Aspira con fruición un cigarro. Se arregla el cabello que se le va a la cara. Hay que tirar mucho para entender, como dice Anamaría, tirar ayuda como mierda, las piernas abren el compás altisonante del mundo. Euforia, más, eso es, ¡la euforia! Escucha la vocecita de Anamaría como tras cientos de velos de un tul muy sucio y agujereado: sales o no, cojuda, te quemas y nos jodes, ¡sal de una vez, huevona! Luciana se siente absurda, se contempla paralizada en el centro del espejo. Mira la vela que se apaga. La música asemeja una marea lejana en sus oídos, que explota en cortinas de agua a un continente de distancia.

 

Fernando da un empujón a la puerta y abre, de inmediato entran a gritos. Los chicos de adentro saltan asustados. Carlos avanza a pasos largos por una habitación de techos altos, entre nebulosas de humo. Diego a zancos transpira detrás, copiosamente. Fernando sonríe y se suelta el cabello, pero la transpiración le desdibuja la cara en una mueca espantosa. Todas las habitaciones son idénticas, con techos altos, muebles e iluminación minada por años de abandono. Les dan manotazos, pasen, se han demorado. Un gentío baila en las dos últimas salas. Los ahoga el aire viciado, las pitadas, el sonido de la música. ¡Bajen el volumen, carajo!, grita Carlos.

Qué dices huevón, lo saluda Anamaría, lo abraza fuerte, hasta hacer sentir sus senos, cómo les fue. De la puta madre, Carlos fuma. Si el marica de Gabo no nos para hinchando las pelotas. No seas así, Gabs. Ve policías hasta en la sopa. Anamaría lo besa en la mejilla, cálmate, huevón susurra. Gabo asiente. Pero la sensación se impone. Las ansias de estar en cama, como abismos en los oídos, los chillidos de los pájaros. Piensa: solo puede ser la imagen, el cuadro, pero cómo y así. Percibe el olor a carne podrida del aire, lo descompone, le da náuseas, toda la noche sopla y sopla en sus pulmones. Anamaría hace una mueca. Huele a pescado muerto, comenta. El imbécil del alcalde, observa Diego, más suelto, años que no deseca los pantanos. Cuándo nos pasas lo distinto, dice Fernando, aspirando un nuevo cigarro. No hagas escándalo, cojudo, lo congela Carlos con los ojos. Si todos saben no va a alcanzar. Anamaría cierra la puerta, y el viento apestoso parece por ese instante incapaz de cruzar dentro ¿Has visto a Luciana?, pregunta Carlos. Está loca, maldice Anamaría. Otra más, dice Carlos. Se ha pegado con el espejo del cuarto del abuelo de Alfredo, habla del tiempo, esa mezcla que ustedes dos fuman es psicodélica, es bad trip. No le avises que he llegado, dice Carlos. ¿Y el menos?, insiste Fernando. ¡Calla, huevón de mierda! Ahí viene Alfredo, dice Anamaría. Alfredo, lánguido, asemeja un payaso en zancos, columpiándose de lado a lado, los pelos de esponja, el vaso de vodka. ¡Puta madre, qué gusto, muchachos!, grita, la pandilla de mierda, vienen a malearme la finca. Carlos se desternilla de risa. Le da un apretón de manos, un abrazo de las buenas amistades. Mi hermano. A Diego lo zamaquea. ¿Y Melissa? En su casa, ya sabes, el mes, se explica incómodo, sentándose en un  sofá de flores ennegrecidas en el tapiz. Son estupideces, Diego, ¡son estupideces! ¿Y Nando? Ah, hijoputa, lo husmea, ya córtate el pelo, pareces marica. Se agacha para concentrar unos ojos temporalmente estrábicos en Anamaría ¡Hola chata! ¿Mi beso?, le exige. Ya te saludé. Pero siempre es bueno abrazarte, tienes unas tetazas. Anamaría se desternilla de risa. Diego se sirve un trago y Fernando da vueltas ¿Dónde mierda está Carlos? ¿Qué pasa?, dice Diego, da un trago de vodka, la garganta le quema, los nervios, la carrera rodeando casi diez calles. Ese cabrón de Carlos, ¡por la puta madre!, se lleva el menos, ¿dónde carajo está?

 

Gabo se alza y comprueba que las piernas le tiemblan. No corro desde que salí del colegio. Extiende una mano y se apoya en una columna, por qué, me está pasando algo y no entiendo. Ese es mi Gabo, dice Alfredo. Cuánto miedo. Se abrazan, matándose de risa, incluso Gabo suelta la carcajada de retrasado con que lo fastidiaban en la escuela, pero de improviso la sensación, la incomodidad de un olor, de una imagen que debe salir de su pecho y no la expulsa ni a arcadas de dedo hasta el fondo de la laringe, lo abruma, lo hace escupir. Puta, huevón, toma aire, no te malees, dice Diego. Lo jala hacia la primera habitación de techos altos, donde hay menos gente más aire. Sabes qué, cholo, cuídate. Lo deja. Gabo se sienta, por un instante aspira mejor el aire. Mi casa, piensa, no salir, no respirar el hedor, ni el humo, ni el asco. Piensa que hablar con Luciana lo calmaría, pero sabe que es una tentación inútil, ni más ni menos que en otros instantes y lugares (yo fui gentil, Gabo, dice Luciana, tú te lo inventas todo, magnificas gentilezas tus senos, Luciana). Asco, esa imagen a través de los ojos, los chillidos. Va hacia la puerta de calle tras la niebla de los festejos y cigarros, y busca el viento fresco de las tardes. Delante de sus ojos, como si diera a luz un feto que lo desencaja de las caderas, lo tasajea a cuajo, se le atraganta la imagen, y son sus abominables movimientos en un océano quieto y sin agua. Se desgañita de dolor en silencio. Sin tiempo, solo percibe el vacío de las imágenes. Es una jaula de pájaros, pintada hasta en la minuciosidad de sus graznidos. Qué asquerosa, metálica y encajada ahí en el cuello. Gabo jadea compulsivamente, sin salida. Cae hacia la ventanilla de la puerta de calle y con un manoteo la abre. Saca la cabeza y siente el aire de la noche. Apesta menos que cuando en el parque. Se calma. Abre los ojos que ha cerrado para disfrutar la frialdad. Mira calle arriba. La tira de niebla esta ahí. Pero no es la familiar humedad, blanca, transparente, inocua. Las volutas asemejan cabellos, hay copos de bruma amoldados como cabezas humanas, crines de niebla que se alzan tras quijadas batientes  de potros salvajes en medio de una luz que se abalanza. Y ahora se detiene sin aviso y Gabo distingue las alas desplegándose, las cabezas y las crines, las espadas. La niebla se licua, desaparece, se va, pero deja esa luz y ese ademán de niebla que es ella, la silueta misma calle. ¡Ahí está, carajo, es él!, jalonea de las camisas con el escaso aire que le queda en los pulmones y corre hasta la habitación del fondo, y, ¿quién?, ¡ahí!, le indica a Diego,  se le cuelga de los hombros, lo jala, ¡ahí está el hombre del parque!.

 

Diego parpadea, lo sujeta. Mira hacia Fernando, pero no tiene que intercambiar palabras. Sabe lo que él piensa:  pobre cojudo, está bien loco, pero nunca se sabe, dice Anamaría, de qué hablas, esta es mi casa, se indigna Alfredo, ese huevón quemó hace años, dice Fernando, no seas huevón, ¿afuera no hay nadie, carajo! No te pongas en ese plan de cojudo, habla Diego, asómense de una vez. Anamaría se adelanta en la media luz y husmea sin suspensos. Fernando bufa: ¿y Carlos?, dónde está, ¡es un hijo de puta! ¡Yo lo vi!, dice Gabo, ¡era el hombre del parque! No hay nadie, dice Anamaría. Ya ven, se exaspera Fernando, estás loco, huevón. Estás cagao, loco, huevón, le dice a Gabo, lo sienta, cálmate Gabo, Diego suspira, ¿quieres, por favor? Fernando sacude el pelo, Carlos, murmura, con los ojos saltando de un lado hacia otro, ¿dónde mierda? Insiste, ahorita el menos ya fue, está en la nariz del muy hijo de puta. Qué es menos?, dice Anamaría, Fernando aspira su cigarro. ¿Eres tan vicioso que la cagas?, piensa Diego, lo fulmina con la mirada, no contesta. Se quieren evadir en la fiesta ¿Qué es menos?, insiste Anamaría. Fernando rumia. Al carajo. Es la vaina, la más... La música. Dile huevón. Pero Diego. Ya empezaste. La trae, no sé quién. ¿Y?, Anamaría los empuja a una esquina. La mueven bastante,  está en todos sitios. Pero no se sabe nada, aspira Fernando. Un inglés en Malasia, George, pero él no es, niega Diego. Se bajaron su casa, nadie vivía ahí como en miles de años. Malasia no es, bufa, pero dónde. Había una página web, dice Fernando. Era clandestina, pero ya la sacaron. La colgaba un tipo que usaba un alias extraño. Se decía Yavé... Es un chiste estúpido. Preguntas «¿Ya ve?» Y vas y ves y no hay nadie. Parece un alunado. Y cómo es, pregunta Anamaría. Carlos sabe, maldice Fernando. Pero es, tira el cigarro... no sé. Hay un chino en internet, vivía en Kuala Lumpur. Estaba quemadazo. Vio, uno... bien, qué creer... Eran tonterías, Fernando. Dice que vio bolas de fuego, torres antiguas y una criatura de cuatro cabezas. Qué, salta Anamaría, con los ojos dilatados. La criatura tenía lengua de estrellas, y, cada cabeza era de león, de toro, de águila y de hombre, todos a la vez. De qué hablas... Con seis alas y mil ojos. Qué... Dicen que el apóstol Juan se metía menos para escribir el Apocalipsis, Diego se mete. Y entonces el chino se loqueó. ¿Sobredosis? No, eso no. Se dio vuelta. Se tiró de un piso ochenta, de las torres Petronas, unas torrezazas. Tenía una faja de explosivos atada a la cabeza. ¡Qué Anamaría. Voilá, lluvia sesos sobre Kuala Lumpur.

Mentiras, Diego traspira. Aquí Carlos, Tato, su gente, jalan hasta tres veces por semana, sin miedos. ¿Y? Se alucina, yo no lo hago mucho. Pero no es lo mismo para todos. Ves como torres y espejos, pero luego puede que no siga nada, o sea algo una visto. La vaina, dice Fernando, es que la policía la huele a distancia y va detrás y el pendejo de Carlos nos lleva a todos de escudo. Debe ser para todos. Pero se esfuma el imbécil. Calmate. Me friega que me usen, maldita sea. Sé dónde está, dice Diego. Qué. Mira a Diego como si fuese un oráculo. Sí, está en la cocina. Qué. ¿No te das cuenta? Es la única puerta cerrada.

 

¿Qué cambia?, le dice Luciana al abuelo, y cierra la puerta y se va, a saltos, por el pasillo. Nada las vaharadas de humo que filtra el piso de madera acanalada. Husmea a través de las rendijas luminosas y distingue la música, las cabezas y el baile. ¿Algo se puede cambiar? El fondo del pozo tiene la misma textura. Se tambalea de lado a lado a la vez que escucha el crujido de la madera y las voces de abajo. Parece que el tiempo fuera a apagarse, piensa, pero esa sensación debe ser un engaño. Fuma. Qué pegada. Es como un capullo sin escape. Se apoya en una viga, el cabello contra la cara. Te deja atrás, pero sigues en él, qué locura. El tiempo ¿Qué persiste de mí ahogándose inmóvil en el fondo del pozo? Coge el pomo de la baranda. No acaba. No oye sus pasos. Hola, Luciana, le dicen. Hola, saluda a alguien a quien no conoce. No existe cambio, me miente esa voz que da esperanza, pero suena a galope de caballos. Es como un aleteo y el sonido de una superficie de aguas agitándose, caballos corriendo.

Hola, Gabs, dice Luciana. Lo contempla tumbado en el sofá de la primera habitación. Hola, Luciana, contesta Saca un hilo de voz alta no sabe de donde. Los pájaros no lo sueltan. No siente cuánto tiempo lleva ahí: cinco minutos, una hora, toda la noche. Apenas parpadea, los pájaros se le salen en los ojos y se le van a la garganta. Otra vez, no entiendo. ¿Qué haces?, le pregunta Luciana. Como pájaros, contesta. Se le traban las plumas en las amígdalas. Qué curioso, piensa Gabo, al fin, el instante. Pero el humo, el hedor a cigarro del cuerpo de Luciana que se sienta a su lado, que no le habla de nada lo desespera, lo llena de una sensación de vacuidad que es material, como si ella fuera un signo extraño que no se lee porque no es nada. Esa cara tan cerca no es nada, no dices nada, es un balde vacío en el desierto. Tus palabras, tu imagen no tienen agua dentro. Y las palabras ante esos labios se despliegan como amagos inútiles: te extraño, te quiero, no se escucha por el escándalo de la fiesta. No importa lo que yo diga, Gabo, nunca es lo que quiero, por qué, pero lo pienso. Yo tampoco, no te quisiera aquí, dice Gabo, y así es, el desapego de ti, que no me dices nada, el asco del aire, y no se oye sino el sonido de la música dando codazos en las sienes. Pero Luciana cree oír la agitación en la superficie del agua, y lo mira con la cara hacia atrás, asustada, como si reconociera a un íntimo, a alguien que es desconocido y de pronto es cálido porque escucha su voz que se escapa contra la almohada. Y es de noche. Ella se para, se va a otro sitio, cómo me puede escuchar, Anamaría, dónde estás, cómo él.

 

Ah, los espejos, los veo.¡Abre conchatumadre! Carlos da una aspirada fuerte, inclinado sobre la mesa de diario. Ahora vienen las torres, o nada, lo que solo es mío. Puta madre, ¡Carlos! Cagaos, piensa, qué saben. Esto es inexplicable. Ver a Dios. ¡Abre, huevón, o te bajo la puerta! Hay que cantar el cumpleaños feliz, Fernando. ¡Cállate, Anamaría, carajo! ¡Quiero el menos! No entienden nada, mierdas. No lo conocen. No lo viven. Fernando mete el hombro, patea. El menos es justo el filo de un lanzallamas. ¡Ya te cagaste, conchatumadre! Late tras los ojos. Extiende otra narigada exacta sobre la mesa ¡Para, que nos mandas a la mierda!, Diego lo sujeta, ¡con el escándalo llaman a serenazgo! ¿Qué pasa, Anamaría?, Luciana la coge del brazo. Nada, contesta. ¡Está bien!, Fernando jadea, ¡pero ese huevonazo, ese hijo de puta! No saben nada, pero ¡yo no me muevo! El menos es fuego...

 

Vamos a cantar el cumpleaños feliz, dice Anamaría. Jala a Luciana de la mano. ¿Y el obsequio?, Luciana se agita, ¿será? Ya ni sé, Anamaría sonríe. Grita, ¡a cantar! Las apretujan, Diego baja el volumen del estéreo, todos abuchean, pero Anamaría habla sobre el griterío, son las doce, hay que cantar el japi berdi de Alfredo, y se agolpan en la mesa. No se apiñen, carajo, se queja Diego. Ya vente, apremia Anamaría a Fernando, pero él no se despega de su sitio. Hay rezagados, vienen tumultuosos por la escalera. Luciana anima, vengan, cantemos, y no sabe a quién le está hablando o animando, qué infierno ella misma, piensa.

 

Qué pasa, se dice el abuelo. Abre los ojos, está en su cuarto. Sin más, entiende quién es, qué hace ahí. Es como si el viento hubiera cambiado de dirección, como un carrusel que se deshilvana veloz de su eje y salta al vacío. Jadea. Es que mi cuerpo no ocupa mi espacio, piensa y no se entiende. Qué ha cambiado...

 

¿Quién ha llegado?, pregunta Gabo. Yo no sé, fácil que nadie fue, dice Alfredo. Lo jalan a la mesa y le tira el vaso de vodka casi encima. Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz. Sí, ha sido alguien. Gabo se yergue. Qué pasa. Ah, no de nuevo, están sonando. Se lleva la mano a los oídos. ¡Los pájaros! Toma aire. Si aspiro a pulmón abierto, los pájaros se van. Pero siguen gritando y continúa escuchando el vacío de esa imagen. Avanza. Es un globo de aire apestoso atrapado en sus amígdalas. No entiendo, de qué soy culpable, gime. La sensación lo asalta desde el estómago. Además, la taquicardia y los chillidos de las aves. Quiere vomitar, y esa jaula no saldría así se metiera treinta dedos a la boca. Apúrate, lo llama Anamaría. La habitación se le figura una mancha oscura, limitada por estrías de luz. Todos lo apretujan, siente el pulso de sus hálitos. Están los cantos de los pájaros ondeando en el aire, qué sensación. Ese. Que los cumplas felices. Distingue a Luciana, a Anamaría, agolpadas contra Alfredo. Las aves agitadas son un laberinto de colores, sus graznidos. ¡Alto!, quisiera gritar. Solo que la jaula obstaculiza, atraganta, taponando la base de sus cuerdas vocales. Diego, ¡ese es Diego...!, y ese. No... Entonces lo ve. Es el hombre del parque. No puede ser sino él. Lo embiste su aura de vacuidad, ese compás, la parsimonia de una espera que se anuda y es plástica y compleja. ¡Es él!, ¡mírenlo!, quiere gritar, pero no se escucha a sí mismo. Y ese, el hombre, camina entre los muebles como si los partiese con una espada y apenas si los toca con un ademán impreciso. ¡Ese es! Lo sigue con los ojos: se sienta en un sofá y su perfil se deshace de inmediato con el contacto, se recompone al siguiente y se ensambla a cada segundo, es de velos, o de humo. Pero, además, es un cambio que descompone desde los intestinos. ¿Y todo cambia sin motivo?, dice el abuelo, da vueltas en su cama, ¿acaso es ese monigote oscuro la causa? Me dan ganas de saltarme de golpe hacia dentro y dejar de ser quien soy. Pero ¿quién es?, se desespera Gabo. ¡Se ve a Dios!, ¡¡puta, se ve a Dios!!, grita Carlos, ¡tiene miles de ojos! Gabo se detiene a su lado. Pero es como si lo tuviera de frente. El hombre está hecho de pliegues, siente su silueta sin luces que sisea. Si se aguza la vista, el espacio bulle de murmullos, de distancias que asemejan siglos: escucha aves graznando, voces humanas. Y entonces toca al hombre, sin pensar. Un laberinto de luces le cae como un balazo entre los ojos y sabe que ya nada desde ese instante se detiene, que hay un tobogán entre sus amígdalas, los latidos, las espadas, la jaula de pájaros y ese hombre que los envía contra un muro a velocidades imposibles. Es el fin, piensa.

Las velas se apagan. Alfredo sopla insensato. En el tumulto, la pandilla aplaude, silba. Feliz cumpleaños, carajo. ¡Regalo, regalo!, grita la gente. Diego bufa hastiado, piensa, me quito. ¿Lo hacemos, cojuda?, da un codazo Anamaría, en medio del zafarrancho de felicitaciones; ¡lo hacemos, carajo!, boquea Luciana. Ambas se quitan los polos, empujan a Alfredo a manotazos, contra un sofá, golpean sus senos desnudos contra la cara de Alfredo, que los coge a las malas con los labios mientras le tiran vodka a la cabeza, el hombre, dice Gabo, lo ataranta el griterío, regalo, dice Anamaría.

Entonces empieza el fin. Nadie sabe cómo, aunque Gabo lo tiene claro, pero no es una línea de tiempo o espacio, ni aire. Alfredo lo señala. ¿A este huevón qué le pasa? Diego le desbarata el pelo con las manos: ¿Qué tienes? ¡Está locazo el huevón!, vociferan. El abuelo, en la cama, dice ¡Son los pájaros! Gabo balbucea: ¡necesito más distancia...! así el vómito de plumas que sale de mi boca no me va a ahogar. ¡Está loco! Hacen sitio en medio del humo. Alza la cabeza. ¡Ahí está! La ondulación, la distingue clarísima, se mueve como una gota de agua que se expande desde el centro de un pozo: hace ondas las siluetas de las caras, los muebles desvaídos, los objetos más ínfimos. La casa ya no le huele a madera, a alcohol o a pantano. Es él: ¡ahí está!, ¡ahí, carajo, sus mil ojos, sus alas, su aliento de muelle, puta... tiene cadáveres en los ojos! Carlos gime, el polvo azul en los ojos, ¡miles de cadáveres!, ¿acaso no lo ven? Las sillas se van de lado, estruendo al unísono, sin motivos, y una cortina de filigranas polvorientas se rasga desde los flecos. ¿Qué mierda pasa?, salta Fernando, Luciana mira como animal asustado, desconcertado por los espejos de un mago, repite sin ton ni son ¡qué sucede...!, pero también a ella la hipnotiza la espesura de túnel que inadvertidamente adquiere la habitación del fondo. Gira buscando su fuente. Piensa: «No es engaño», la huele. «¡Es la voz...! Se siente como si se nos metiera en los pulmones... no miente». «Yo me voy», piensa Diego. «¿El cambio es el fin?», se agita Gabo, mientras los pájaros picotean en lo alto sus brazos, buitres, y han adquirido la consistencia del vidrio. El abuelo jadea, quisiera vocalizar sí. Hasta combate el tirón de vacío, como un músculo o una soga que asciende en el cuello, se afianza al aire que no tiene. Gabo piensa: ¡Cuántos graznidos! ¿Qué sucede, carajo?, vocaliza Anamaría, lanzada contra los muros como por una catapulta, las manos en alto. ¡Es el hombre del parque!, anuncia Gabo. ¡Mírenlo! Ahí está. Se distingue un segundo, casi ni lo ven, pero se extiende al modo de los ecos inacabables: altísimo, sin gestos, desenvaina la espada, las alas se despliegan, y los alcanza el laberinto de luces de todos los ojos como balazos. Carlos gira y el brillo azul tras sus ojos se vuelve el envión del mandoble del hombre y casi ni lo reconoce: ¡El de las...!, piensa, cuando el golpe de sangre de la nariz, la cabeza seca contra el piso, el suspiro, y Gabo, exhausto, insiste en gritar: ¡cuántos pájaros! Luciana piensa: «¡El tiempo acabó, el estanque desapareció!», da un paso hacia atrás, empuja a quien sea, y el mandoble, «¡y yo nado, impecable...!». A Gabo lo sobrepasa el combate de los empujones, los vidrios de ventanas sucesivas que crujen en una oscuridad abisal, el griterío devastador del miedo cósmico. Jadea. «¿Podremos hablar...? ¿Ya?». Tumbándose, algunos se alzan a manotazos para asirse a un espacio que ya no existe. Vociferan sin dirección, se empujan mientras los despedazan, se alzan, baten puertas. «Son los pájaros chillando», Gabo gime, apenas antes de la vuelta de la hoja blandiéndose en lo alto, la embestida horizontal, el silencio.

 

© Alexis Iparraguirre

 

 

2 comentarios

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